El primero de mis propósitos cinematográficos para este año 2010, o la primera uva, correspondiente a Enero, fue La emperatriz Yang Kwei Fei, pues bien, como lo prometido dicen que es deuda y de deudas ya tengo bastantes (ni más ni menos que todos los españoles) pues aquí les dejo mi parecer. Les anticipo: La calidad del video deja que desear, pero ante la magnitud y la sensibilidad de esta maravilla estamos dispuestos a perdonarlo todo...
Mizoguchi es uno de los directores consagrados del cine asiático. Quizás su nombre suene menos que el de Kurosawa y su forma de entender el cine sea sustancialmente diferente de la de Akira, pero conocer su filmografía siquiera parcialmente se hace imprescindible para quienes tratan de aproximarse a un cine donde cada fotograma se desprende de su envoltorio de celuloide para convertirse, detalle a detalle, en lágrima o en sonrisa, en definitiva en sentimiento vivo y enriquecedor.
Y es necesariamente cierto que quienes son capaces de concebir y realizar películas con tanto calado interior no pueden ser extraños a tales capacidades afectivas. La infancia y la juventud de Kenji Mizoguchi fueron un tratado de enseñanzas personales que el director convierte en experiencias a transmitir y lo hace. Y así la mujer adquiere un papel predominante en su cine. El papel que no pudo asumir una hermana a la que un padre despótico vendió como geisha. Hechos, circunstancias, que calan hondo, que marcan. Forja de hombres, que a poco que tengamos un atisbo de receptividad encontramos en su cine.
Desgranar los instantes mágicos de La emperatriz Yang Kwei-fei superaría el espacio que, prudentemente, debo dedicar a este comentario. Cada plano, cada secuencia, es un capítulo de una lección que cualquiera puede aprender. Se dice del film que es un cuento. El de la Cenicienta versión chino-japonesa. Bien. Así es. Pero, como todos los cuentos, detrás de una aparente sencillez se esconden las verdades más profundas. Y en este caso, como en el retablo de Maese Pedro, las aleluyas nos hablan del poder y sus limitaciones, de la obligación de gobernar frente a la devoción de los sentimientos, del emperador prisionero en su palacio, de la corte chino-faraónica y sus corruptelas sin operación Malaya, y sobre todo del amor. Del amor sencillo, del que se nutre de vivencias sencillas en el presente y magnificadas en el futuro. El amor representado en la música, en el baile o en un te de madrugada.
Amor y sensibilidad. El amor representado por una estatua. La sensibilidad por un pañuelo…
Y es necesariamente cierto que quienes son capaces de concebir y realizar películas con tanto calado interior no pueden ser extraños a tales capacidades afectivas. La infancia y la juventud de Kenji Mizoguchi fueron un tratado de enseñanzas personales que el director convierte en experiencias a transmitir y lo hace. Y así la mujer adquiere un papel predominante en su cine. El papel que no pudo asumir una hermana a la que un padre despótico vendió como geisha. Hechos, circunstancias, que calan hondo, que marcan. Forja de hombres, que a poco que tengamos un atisbo de receptividad encontramos en su cine.
Desgranar los instantes mágicos de La emperatriz Yang Kwei-fei superaría el espacio que, prudentemente, debo dedicar a este comentario. Cada plano, cada secuencia, es un capítulo de una lección que cualquiera puede aprender. Se dice del film que es un cuento. El de la Cenicienta versión chino-japonesa. Bien. Así es. Pero, como todos los cuentos, detrás de una aparente sencillez se esconden las verdades más profundas. Y en este caso, como en el retablo de Maese Pedro, las aleluyas nos hablan del poder y sus limitaciones, de la obligación de gobernar frente a la devoción de los sentimientos, del emperador prisionero en su palacio, de la corte chino-faraónica y sus corruptelas sin operación Malaya, y sobre todo del amor. Del amor sencillo, del que se nutre de vivencias sencillas en el presente y magnificadas en el futuro. El amor representado en la música, en el baile o en un te de madrugada.
Amor y sensibilidad. El amor representado por una estatua. La sensibilidad por un pañuelo…